Cagliostro... mago, demonio o charlatán... Un personaje cargado de misterio.
En el siglo XVIII, Giuseppe Balsamo, conocido como conde de Cagliostro, recorrió Europa vendiendo curas milagrosas y haciendo profecías sobre el próximo estallido de la revolución
El nombre de Cagliostro fue el último –y el más conocido– de los disfraces que a lo largo de su vida adoptó el siciliano Giuseppe Balsamo. Nacido en 1743 en el seno de una humilde familia palermitana, su infancia en las calles no permitía adivinar en absoluto que años más tarde llegaría a codearse con la flor y nata de las cortes europeas. Más bien todo parecía presagiar que sería otro pobre infeliz de los muchos que pululaban por la capital siciliana.
Su madre viuda quiso enmendar su destino enviándolo al seminario de Palermo y al convento de la Misericordia en Caltagirone, pero en ambos casos el joven Balsamo consiguió dejar huella de su precoz talento. Del seminario se fugó y del convento consiguió que lo expulsaran por licencioso, no sin antes sustraer al farmacéutico del cenobio los secretos mejor guardados de su libro de remedios y conseguir que un joyero le comprara el mapa de un suculento tesoro que nunca fue hallado.
Tras este episodio, huyó de Palermo en 1764 y empezó una ajetreada vida como trotamundos. Él mismo contó años después que visitó Rodas, El Cairo y Alejandría y que en 1765 entró en la orden de los caballeros de San Juan en Malta. Allí fue considerado un gran médico gracias a los remedios que el farmacéutico del convento de Caltagirone le había brindado... sin saberlo.
De rufián a aristócrata
A mediados de 1766, Balsamo decidió establecerse en Roma, donde no tardó en hacer alarde de su picardía. Poco después de casarse con la joven Lorenza Feliciani, que desde entonces adoptó el nombre de Serafina, Balsamo empezó a estafar a los muchos peregrinos que llegaban a la ciudad santa vendiéndoles amuletos y pociones amorosas supuestamente venidas del lejano y misterioso Egipto.
Sus numerosas tropelías le hicieron poner otra vez pies en polvorosa e iniciar en 1768 un nuevo periplo acompañado de Serafina. Convertidos ora en rufianes de poca monta, ora en un oficial prusiano y su distinguida esposa, estafaron por doquier en ciudades tan cosmopolitas como Venecia, París y Londres. Incluso un renombrado aventurero como Casanova admitió en sus memorias que un peregrino de tez morena le birló la bolsa en una fonda mientras se debatía amorosamente con su compañera de viaje, una tal Serafina. Años después volvió a toparse con ambos en Venecia, esta vez pomposamente disfrazados de aristócratas.
Pero fue en Londres, a mediados de 1776, donde Balsamo creó el personaje que le iba a dar mayor notoriedad. Primero dejó atrás el sinfín de apodos que tenía en cartera –Tischio, Harat, Fenix, Pellegrini– y mudó definitivamente a conde de Cagliostro, un aristócrata sanador venido de Egipto. Luego ingresó en una humilde logia masónica del Soho londinense, la de la Esperanza, fiel seguidora del Rito de la Estricta Observancia. Allí se presentó como emisario del Gran Copto, un «superior desconocido» que le habría encomendado instituir en Europa el culto de la masonería egipcia. Cagliostro fascinó a todos con sus trucos de magia y sus ungüentos curativos, incluso llegó a elaborar un elixir de la eterna juventud que se convirtió en la delicia de todo aquel que se lo pudiera permitir.
El alquimista francmasón
A finales de 1777, Cagliostro decidió dar el salto al continente, donde el Rito de la Estricta Observancia estaba en plena expansión. En 1779, a su paso por el ducado de Curlandia -la actual Letonia-, embaucó de tal manera a los oficiales masones del lugar que barajaron la posibilidad de proponerlo como gobernador de la región ante Catalina de Rusia. Cagliostro rechazó hábilmente tal propuesta, pero no dudó en dirigirse a la corte, en San Petersburgo, para aprovechar la fama que lo precedía. Allí trató de cautivar a la mismísima zarina, pero cuando la sagaz Catalina notó que el misticismo egipcio de Cagliostro empezaba a hipnotizar al duque Pablo, su endeble primogénito y heredero, dio crédito al rumor que lo consideraba un espía del rey Federico de Prusia y decretó su inmediata expulsión.
Fue entonces cuando Cagliostro decidió instalarse en Estrasburgo. Allí sanó y alimentó gratuitamente a muchos pobres, lo que limpió su reputación, pero también aceptó la visita de adinerados pacientes, como la mujer del banquero Jacques Sarasin, cuya recuperación de unas fiebres desconocidas le reportó a Cagliostro un crédito bancario y una oportuna carta de agradecimiento en la prensa parisina. El caso llegó a oídos del cardenal Rohan, próximo a la corte, que quedó rápidamente atrapado en sus redes: aquejado de asma y avaricia, Rohan llegó a participar –¡Ataviado con capa y sombrero de brujo!– en los experimentos de alquimia del mago egipcio para engrandecer diamantes.
El escándalo del collar
Cagliostro se benefició durante tres largos años de la confianza de Rohan, hasta que estalló el escándalo. El 16 de agosto de 1784, unos joyeros destaparon que Rohan había utilizado el nombre de la reina María Antonieta para adquirir –sin pagarlo– un valiosísimo collar de diamantes. Rohan y Cagliostro fueron encerrados en la Bastilla y juzgados por el Parlamento de París. Durante el largo y mediático juicio se supo que Rohan había adquirido el collar pensando que lo hacía por amor y por orden de la reina: tenía en su poder un montón de cartas de María Antonieta, evidentemente falsas, y estaba convencido de que se había acostado con ella, cuando en realidad lo había hecho engañado con una mera prostituta. Nunca más se supo de los diamantes, pero Cagliostro y Rohan fueron absueltos por un Parlamento resuelto a desprestigiar a la Corona.
El profeta de la revolución
Tras ser liberado, en junio de 1786, un enriquecido Cagliostro partió hacia Inglaterra, donde fue recibido como un mártir de la tiranía. Cagliostro aprovechó para exigir una indemnización desorbitada a la monarquía francesa y publicar Carta del conde de Cagliostro al pueblo francés, en la que describía el trato vejatorio que había sufrido en la Bastilla, profetizaba que volvería cuando ésta se hubiera convertido en un paseo público y exhortaba el Parlamento «a convocar los Estados generales y trabajar por la Revolución».
A pesar de incrementar su popularidad entre la masonería, la carta se convirtió en un arma de doble filo, pues le acercó a muchos conspiradores de ambos lados del Canal, como el príncipe de Gales o el duque de Orléans, que buscaban el apoyo de sus profecías. Esto puso en guardia a las monarquías francesa e inglesa, que financiaron una campaña para desprestigiar al profeta. Publicistas como Casanova sacaron a la luz su verdadera identidad y el sinfín de estafas que había perpetrado a lo largo y ancho de Europa. Balsamo lo negó todo, pero, deshonrado y empobrecido, tuvo que exiliarse primero a Suiza y luego, convencido por Serafina, a Roma, donde llegó el 27 de mayo de 1789.
Sin embargo, los hechos no tardaron en darle la razón. Ese mismo verano se convocaban en Francia los Estados Generales y poco después caía la Bastilla. Cagliostro cobraba de nuevo importancia y algunos masones volvieron a contactar con él. Una atemorizada curia pontificia ordenó entonces a la Inquisición que lo detuviera de inmediato. Fue declarado culpable de herejía y condenado a «no hablar con nadie, ni ver a nadie, ni ser visto por nadie». El 20 de abril de 1791, Balsamo era trasladado al castillo de San Leo, donde fallecería cuatro años después. A pesar de su condena, logró difundir desde su celda inquietantes augurios contra el papado. Con la revolución avanzando inconteniblemente por Europa, las profecías de Cagliostro cobraron tintes apocalípticos y engrandecieron más si cabe su enigmática figura.
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