San Guinefort: el Santito menos esperado... Una canonización merecida.



San Guinefort quizás sea uno de los santos más sorprendentes del cristianismo. Este santo único del siglo XIII ni siquiera era un ser humano, sino un galgo. Tras haber protegido valientemente a un bebé en un episodio que acabó con el fallecimiento del animal, y por los rumores de milagros acaecidos en su lugar de enterramiento, Guinefort fue declarado ‘santo para la protección de los niños.’

Según crónicas de la época, la historia de San Guinefort empieza con la de San Roque, santo patrón de los perros. A lo largo de su vida, San Roque cuidó de enfermos. Su interacción con ellos, sin embargo, tuvo finalmente como resultado que el santo acabara siendo víctima a su vez de la peste. Fue entonces expulsado y confinado en un bosque, donde se le abandonó para que muriera. Fue entonces cuando el perro de San Roque, al parecer de nombre Guinefort, llevó comida al santo hasta que éste se curó. Tras el fallecimiento de San Roque, su perro fue adoptado por una familia de la nobleza.

Aunque parece ser un vínculo lógico, el inconveniente de asociar a San Roque con San Guinefort es que el relato del perro-santo tuvo su origen en el siglo XIII, mientras que San Roque vivió en el siglo XIV, lo que hace bastante improbable que ambos personajes se conocieran.



La historia de Guinefort

La historia de Guinefort la encontramos en una obra conocida como De Supersticione , escrita por Esteban de Borbón, historiador e inquisidor medieval que vivió en el siglo XIII. De Borbón da testimonio de que se topó con la historia de San Guinefort cuando se encontraba en Lyon, Francia, donde estaba “predicando allí contra la brujería y escuchando confesiones”. En este tiempo oyó a muchas mujeres confesar que llevaban a sus hijos a San Guinefort, de modo que decidió investigar más profundamente esta devoción.

De Borbón descubrió que San Guinefort fue un galgo que había pertenecido a cierto señor feudal propietario de un castillo. Este castillo se encontraba en las tierras que pertenecían al señor de Villars-en-Dombe, cerca de un lugar llamado Villeneuve. El señor del castillo tenía una esposa y un hijo de muy corta edad. Cierto día, el señor, su esposa y la niñera del bebé se encontraban fuera del hogar familiar, habiendo dejado al bebé en su cuna. Durante el tiempo que pasaron fuera, una serpiente –símbolo tradicional del mal en aquella época– entró en la casa y empezó a acercarse lentamente al niño. Guinefort, que había quedado al cuidado del bebé, vio la serpiente y la atacó. Tras la lucha subsiguiente, el galgo consiguió matar a la serpiente y arrojar el cuerpo sin vida del reptil lejos de la cuna. La sangre de la serpiente, no obstante, había manchado la cuna, además de la cabeza y la boca del perro.

Cuando volvió la niñera encontró sangre por todas partes. Pensando que Guinefort había acabado con su hijo, lanzó un fuerte grito que alertó a la madre del pequeño. Cuando ésta acudió y vio la escena con sus propios ojos también chilló, lo que atrajo a su marido a la habitación. El señor desenvainó entonces su espada y acabó con él. Cuando los tres se acercaron a la cuna observaron que el niño no estaba herido y parecía dormir plácidamente. También vieron el cadáver de la serpiente. Avergonzados por lo que le habían hecho a su fiel perro, arrojaron el cuerpo del pobre animal a un pozo situado ante las puertas del castillo, colocaron un gran montón de piedras sobre su cuerpo y plantaron algunos árboles cerca del pozo para honrar su memoria.

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