Leyendas urbanas mexicanas: La bruja de Coyoacán



De las leyendas más conocidas en la Ciudad de México se encuentran las de las brujas y en cada región hay una versión diferente. Coyoacán también tiene la suya y, si eres lo suficientemente valiente, sigue leyendo.

El barrio de Coyoacán encierra un sinfín de misterios, entre sus calles empedradas se localizan jardines, iglesias, museos y distintas obras arquitectónicas de la época colonial que dan testimonio de los acontecimientos del pasado.

Se dice que, en sus inicios, este barrio era un bello pueblo situado en la periferia de la ciudad donde los ricos hacendados viajaban para vacacionar. Además de esa belleza campirana, el lugar escondía terribles secretos y leyendas como la de una bruja que le chupaba la sangre a los niños.

En aquel tiempo vivió un apuesto joven, quien era el más codiciado del pueblo, situación que aprovechaba para su conveniencia teniendo novias a diestra y siniestra, hasta que se enamoró de una bella desconocida. Sin embargo, al novio siempre se le advirtió que la novia no era una buena mujer, que incluso era practicante de la brujería, pero él no hacía caso de esos comentarios.



Fue así como comenzó el cortejo, hasta que un día se casaron. Todo iba bien en este joven matrimonio, ella, además de bella, era una mujer muy hacendosa y excelente cocinera; el único inconveniente era que todos los días guisaba moronga, situación que con el tiempo empezó a fastidiar al recién casado quien, un día platicando con un amigo de la infancia, comentó su enfado.

Ante ello, el amigo no se aguantó las ganas y le contó lo que muchas veces se le advirtió y le dijo más o menos lo siguiente: “A mí me contó mi mujer que tu esposa es bruja y que por las noches sale a las calles en busca de sangre que le chupa a los niños del pueblo. Espíala en la madrugada y verás”. El joven esposo, sin decir nada, se levantó y se fue a su casa.

Al llegar a la puerta de su hogar comenzó el olor a moronga guisada, el hombre cuestionó a su mujer sobre el repetido menú y ella respondió de una manera muy poco convincente que era porque su padre era dueño del rastro y, lo que no se vendía, se lo repartían entre los hijos; que a su hermano mayor le tocaban las vísceras, a su hermana, las patas; y a ella, la sangre.

Al no quedar satisfecho con la respuesta de su mujer, el joven no durmió esa noche con la intención de sorprender a su amada, quien al cabo de unas horas se levantó y caminó hacía la chimenea. Él hizo lo propio de una manera muy silenciosa. Al llegar a la habitación donde se encontraba la mujer, vio lo inimaginable: su esposa comenzó a quitarse la piel y se convirtió en una bola de fuego.

Sin pensarlo dos veces, el hombre echó la piel al fuego. Horas más tarde, casi a punto de salir el sol, regresó aquella bola de fuego que tanto lo aterrorizó. Sin embargo, no encontró su piel, por lo que gritaba y se azotaba por las paredes de su hogar. Cuando el cielo empezó a aclarar y el sol se asomó, el fuego se consumió y nunca se volvió a saber de aquella bella mujer.

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