El mensaje de un Cristiano que no supo ser comprendido en su tiempo.



EN JUNIO PROXIMO PASADO FUE APROBADO UN DOCUMENTO CONJUNTO ENTRE LUTERANOS Y ROMANOS, QUE DEFIENDE LA CATOLICIDAD DE LA IGLESIA Y LA BÚSQUEDA DE LA UNIDAD.


Pero el diablo es el dios de este mundo, y donde no está la palabra de Dios, él se mete fácilmente, no sólo entre los débiles, sino también entre los fuertes. Dios nos ayude. Amén." (Martín Lutero)


Mientras Savonarola, en el centro del mundo civilizado, batallaba por la pureza de la moral y creencias cristianas, crecía en las selvas teutónicas un niño que más tarde había de realizar el sueño de este y llevar a cabo la obra colosal de la reforma del Cristianismo. Se llamaba Martín Lutero. Nació cerca de Eisennach, Alemania, en 1483 de padres de humilde condición, que sin embargo se empeñaron por la educación de su hijo. Acabados los estudios elementales en su pueblo, pasó un año en una escuela de Magdeburgo y después fue a Eisennach a un colegio de los franciscanos. La pobreza de sus padres le obligaba a vivir como «estudiante pobre» es decir, recibiendo albergue libre y pidiendo limosnas a los ricos. En Eisennach encontró protección en la familia Cotta, que se interesó por él hasta el punto de ofrecerle un hogar en su casa.
En el año 1501, Lutero estaba listo a entrar en la Universidad de Erfurt, centro entonces de la vida intelectual de Alemania. Su padre había prosperado en su oficio de minero y resolvió hacer de Martín, su hijo, un abogado.
Progresaba en sus estudios hasta el año 1505, cuando repentinamente, dejó la carrera de la abogacía para entrar en el monasterio de los agustinos en Erfurt. Hay varias leyendas que explican este cambio inesperado, pero lo único que sabemos de los escritos de Lutero mismo, es que ciertas «dudas» respecto al estado de su alma le impulsaron a tomar los votos monásticos. Estas dudas le atormentaban aún después de entrar en el convento. Se sentía pecador y anhelaba el perdón de Dios. No encontraba lo que su alma deseaba en las costumbres y prácticas monásticas, a pesar de cansar a sus superiores con sus continuas confesiones y de castigar su cuerpo con un ascetismo riguroso.
Desengañado de estas cosas se dedicó a un estudio de las Sagradas Escrituras, una copia de las cuales había encontrado encadenada a un pilar de la biblioteca de la universidad. De estas y de las explicaciones de un anciano hermano del monasterio llegó a entender que el perdón de Dios no se alcanza por las penitencias y «buenas obras», sino simplemente por aceptar el perdón que su amor ha previsto.
Así, después de dos años de lucha, su alma encontró la paz que anhelaba.
Más o menos, en el año 1510, sus superiores mandaron a Lutero a Roma, para desempeñar allí una comisión del convento. El había esperado encontrar en el sumo pontífice y su corte, modales de la vida cristiana, y quedó sorprendido y horrorizado al contemplar la corrupción que existía en los lugares que él creía verdaderamente santos. Sin embargo, consideró necesario seguir las costumbres de los peregrinos a Roma, y así, entre otras cosas, subió la «escalera santa» (que se cree trasportada por manos de ángeles de Jerusalén a Roma) de rodillas y diciendo un Padrenuestro en cada escalón. Repentinamente recordó la declaración del profeta Habacuc, citado después por el apóstol Pablo: «El justo vivirá por su fe» y le ocurrió que todas aquellas penitencias y todos estos rezos forzados, no valían absolutamente nada.
Sin embargo no pensó de sí sino como fiel hijo de la Iglesia Romana, y al regresar a su convento en 1512, recibió el título de Doctor de la Sagrada Escritura en su universidad de Erfurt, y aceptó el profesorado de teología en la recién fundada y pequeña universidad de Wittenberg. Al principio de su actividad como profesor, Lutero enseñaba la misma teología que había aprendido en Erfurt. La única diferencia entre él y los demás profesores, era de que él basaba los dogmas en la experiencia más bien que en principios filosóficos o autoridad del Papa o de la Iglesia. Pero poco a poco vino a entender que era imposible reconciliar sus principios con los de la teología antigua. Así pasaron cinco años.
En 1517 llegó cerca de Wittenberg, un fraile llamado Juan Tetzel recogiendo dinero para acabar la construcción de la iglesia de San Pedro en Roma, dando indulgencias en cambio, con autorización del mismo Papa y del arzobispo de Mainz. Tetzel afirmaba que cada vez que se oía sonar el dinero al caer en la caja de recaudación, se libraba un alma del purgatorio. El pueblo entendió que se compraba no solo el perdón de los pecados pasados sino aún el derecho de pecar durante unos días futuros, doctrina que soltó todos los lazos de la moralidad.
Lutero conoció el desastroso efecto de la venta de las indulgencias por medio del confesionario e indignado escribió sus famosas 95 tesis, clavando lo escrito en las puertas de la iglesia del Castillo de Wittenberg el día antes del «de Todos los Santos» para que fueran leídas por los que llegaran a la celebración de este día.
En estas tesis sostuvo que el Papa no puede absolver sino de los castigos que el mismo hubiera impuesto, y que estos no se extienden más allá de la muerte; que la absolución se debe a todos los penitentes y que ésta no es indispensable. Más valen las obras de piedad y de misericordia. Pregunta porqué el Papa no libra a todas las almas de una vez del purgatorio, si es que de veras tiene este poder, movido de compasión por sus sufrimientos, en lugar de sacarlas poco a poco por dinero. Estas tesis luego precipitaban una gran discusión que aumentó en intensidad durante unos tres años. En este tiempo Lutero se alejaba paulatinamente del dogma católico-romano mientras su comprensión de las grandes verdades evangélicas se aclaraba cada vez más. Vino a reconocer como verdaderos cristianos a algunos como Wycliffe y Huss que la Iglesia había condenado por herejes y aún llegó al extremo de criticar severamente unas resoluciones de papas y concilios alegando que estos como humanos podían errar. Llegó a basarse en las Sagradas Escrituras y en la razón convincente como las únicas autoridades reconocidas por él.
El Papa después de tres años de discusión, vio que no era posible convencer a Lutero y pensó hacerle callar por la fuerza una vez que no había logrado hacerlo por sus argumentos. En 1520 lanzó al mundo la bula de excomunión condenando 41 de las tesis de Lutero y ordenando a todos los magistrados que si no se retractaba dentro de sesenta días, que le prendieran y le entregaran a Roma.
Durante los tres años de discusión grandes masas del pueblo y muchos de los príncipes alemanes habían reconocido en Lutero a aquel que podía salvarles del yugo y de la corrupción de Roma. As¡ no tenía él porque temer. Publicó un folleto contestando lo que él llamaba «la bula del anticristo» y el 10 de Diciembre de 1520, en la plaza principal de Wittenberg, ante una asamblea compuesta de profesores de la universidad, estudiantes y otras muchas personas, quemó la bula con el libro de la ley canóniga y otros libros romanistas.
Por este tiempo después de muchas negociaciones diplomáticas, fue aceptado como emperador de Alemania, el rey español, con el título de Carlos V. Era éste un joven monarca enérgico y desapasionado y algunas veces en esta época bastante transigente en cosas religiosas. Al subir al trono imperial vio con alarma que una gran parte de sus súbditos habían aceptado la doctrina de Lutero y que el Imperio estaba en graves dificultades con el Papa como consecuencia. En la esperanza de arreglar algo, intimó a Lutero a que compareciese ante la dieta de Worms, bajo su protección. Este obedeció y durante su viaje que hizo en un carro abierto de campesinos, fue predicando en todos los pueblos que halló a su paso, siendo recibido por grandes muchedumbres que se llenaron de entusiasmo por su causa. La víspera de su llegada a Worms un canciller del príncipe Federico, su amigo, le recordó el fin trágico de Juan Huss quien también había confiado en la palabra de honor de un emperador y sin embargo había sido quemado vivo. A esto contestó Lutero «Huss ha sido quemado pero no la verdad con él. Iré aunque se dirigiesen contra mí tantos demonios como tejas hay en los tejados.»
Al llegar a Worms se presentó ante la dieta, compuesta por el mismo emperador y sus ministros, altos prelados, sacerdotes, nobles y príncipes del imperio y doctores de las universidades. Le mostraron sus libros y le preguntaron si los reconocía como de su propiedad. A esta pregunta les contestó que sí. En seguida le leyeron algunos pasajes de estos mismos libros y le preguntaron si se retractaba de lo escrito. La presencia de tantas altas personalidades en la asamblea, hizo desfallecer un tanto el carácter enérgico de Lutero, quien al oír la tremenda pregunta que le hicieron, pidió un día de plazo para contestarla. Este día lo pasó en oración en su cuarto pidiendo que Dios le diera poder para confesar su error, si había error en él, o para mantenerse firme, si lo que había dicho era verdad. Al comparecer nuevamente ante el tribunal al día siguiente y al repetírsela la pregunta, contestó que no se retractaba mientras que no se probase con argumentos basados en las Sagradas Escrituras o en rigurosa lógica, que sus doctrinas eran falsas. Al exigirse una respuesta final y categórica, acerca de su retractación, dijo que su conciencia no le permitía retractarse. «Aquí estoy, no puedo obrar de otra manera, ampáreme Dios, Amén.»
Salió en seguida de la asamblea sin que fuese molestado y luego emprendió camino para Wittenberg bajo el mismo salvoconducto del emperador, mientras que este en consejo de ministros acordó ponerle bajo el bando del imperio. Mientras Lutero seguía su camino para Wittenberg se encontró con un escuadrón de caballeros que le apresaron y le llevaron a Wartburgo, castillo inexpugnable de la Turingia. Estos fueron de sus mismos partidarios que se valieron de este acto para ponerlo en seguridad. Allí pasó un año, tiempo que empleó en hacer una traducción del Nuevo Testamento al alemán.
Aún estando en Wartburgo, Lutero tuvo noticias de unos desórdenes promovidos por sus mismos partidarios, quienes en su celo por la Reforma habían empezado a romper imágenes y destruir altares. Al saber esto decidió salir del Wartburgo para ir a corregir estos desmanes y predicar una reforma más transigente. Manifestó su decisión a su ilustre huésped y este le hizo ver lo arriesgado de su empresa, pues estando bajo el bando del imperio era un deber de cada fiel súbdito del emperador matarlo. Lutero contestó que si cayera sería con Cristo y que él preferiría caer con Cristo que estar en pié con César. La salida no le fue impedida y con pocas predicaciones logró calmar los ánimos de los iconoclastas. El tiempo que siguió, lo empleó en escribir tratados en defensa de la fe evangélica. En menos de un año había escrito 183 folletos y obras religiosas.
Una de sus principales controversias fue contra Enrique VIII de Inglaterra, quien había escrito contra Lutero repitiendo las declaraciones de concilios y papas, sin ninguna solidez filosófica. Por esto él, que después se separó de la Iglesia Romana, recibió del Papa el título de «Defensor de la Fe». Lutero pulverizó todos sus argumentos y llegó al extremo de llamarle «un asno coronado».
Una lucha parecida sostuvo contra Erasmo. Este era uno de los más notables hombres de su época por su ilustración. También deseaba la Reforma de la Iglesia, pero no se atrevió a separarse de Roma. El Papa le obligó que atacara a Lutero, y lo hizo, dirigiéndose contra la doctrina luterana de la Predestinación. Pero era más bien una controversia de personalismos en que Lutero echó en cara a Erasmo su falta de sinceridad y Erasmo trató a Lutero de grosero y fanático campesino. Los príncipes alemanes fueron fieles a la Reforma y rehusaron entregar a Lutero al Papa, como este les exigía en 1522 y también en 1524.
En el año 1525 Lutero contrajo matrimonio con Catarina von Bohra, quien había sido monja y con otras varias había escapado de su convento y llegado a pedir la protección del iniciador de la Reforma.
Algunos historiadores aseguran que la separación de Lutero de la Iglesia Romana fue motivada por su deseo de casarse, deseo que no podía satisfacer como ministro de esta organización. Esta aseveración no puede ser más infundada. Hemos visto el desarrollo de circunstancias que causó su separación, culminando en su excomunión en 1520. No pensó en casarse sino hasta en el mismo año 1525 cuando la Reforma estaba bien establecida por una gran parte de Europa. Tomó esta resolución súbitamente, pensando que tal vez no iba a vivir mucho tiempo y que antes de morir deseaba dejar un ejemplo que hiciera patente que los pastores de la Iglesia no tienen ningún obstáculo para fundar hogares honradamente.
Este suceso, como es de suponerse, hizo aún más profundo el abismo que separaba la nueva Iglesia de Lutero de la antigua Romana. Muchos afirmaban que de este matrimonio de un fraile hereje con una monja renegada tenía que nacer el Anticristo.
Así como los campesinos ingleses en tiempos de Wycliffe se insurreccionaron contra la nobleza, rebelión debida aunque indirectamente, al espíritu de libertad y de justicia que las doctrinas evangélicas habían sembrado en el pueblo, asimismo en tiempo de Lutero los campesinos alemanes se levantaron contra sus príncipes. El gran reformador comprendió que si bien era cierto que aquel movimiento era justo, él no podía engendrar más que la anarquía del país, y por esto, en bien del mismo pueblo, se puso del lado de los príncipes, lanzando sus predicaciones a los rebeldes para que respetaran a las autoridades constituidas, y a éstas para que hicieran justicia. Pero no podía evitar una guerra amarga entre los príncipes y sus súbditos en la cual estos al fin perdieron.
Desde el edicto de Worms (1521) hasta el año 1555, la política del imperio alemán estuvo en una gran incertidumbre. El Emperador Carlos V mantuvo su residencia en España, y es muy natural que por esto no podía gobernar inteligentemente a un país tan lejano como lo es la nación teutónica. Aunque Carlos V es considerado como uno de los monarcas más católico-romanos de la historia, sin embargo la incertidumbre de su política respecto a la Iglesia llegó hasta el grado de apresar al mismo Sumo Pontífice, después de haber atacado a Roma por medio de un ejército que en su mayor parte se componía de luteranos.
En el año de 1529 se reunió en Espira una conferencia con el objeto de arreglar los asuntos religiosos que tan profundamente afectaban el imperio, y en ella se dispuso que en todos los lugares donde ya se había establecido la doctrina evangélica se diera libertad para que continuara, pero que en las regiones donde no se había establecido, se prohibiera en absoluto la propaganda anti-romanista. Los príncipes alemanes evangélicos protestaron contra esta disposición, y esta es la razón histórica por la cual se han denominado «Protestantes» a todos los partidarios de la nueva Iglesia.
La conferencia de Augsburgo en 1530, queriendo zanjar las dificultades que se habían suscitado entre ambos bandos religiosos, atizó más las desavenencias que habían entre ambos, dando lugar como resultado final, a una liga que se formó entre los príncipes protestantes contra la soberanía de Carlos V. A causa de esto comenzó una larga guerra entre este emperador y la alianza de los príncipes referidos.
Además de Alemania, Holanda, Dinamarca, Noruega, Suecia e Inglaterra aceptaron la Reforma Evangélica iniciada por Lutero y la liga alemana ensayó a ensancharse en una liga de las naciones protestantes, y por esto se esforzaron para alcanzar una unidad doctrinal entre todos los partidarios de la Reforma.
Desde dos años antes de que Lutero comenzara abiertamente su rebelión contra el poder de Roma había comenzado ya una Reforma independiente en la Suiza bajo la dirección de Zwinglio. Este movimiento no estaba en completo acuerdo con el que iba dirigido por Lutero, por tener algunas diferencias doctrinales, y por esto los príncipes interesados organizaron la conferencia de Marburgo entre Lutero y Zwinglio, como principales, juntamente con algunos de sus partidarios. La cuestión principal se refería a la doctrina de consubstanciación que defendía Lutero. Según este después de la bendición sacerdotal había en el pan y en el vino, además de sus propias sustancias, efectivamente el cuerpo y la sangre de Cristo. Zwinglio no quiso aceptar esta doctrina, bajo ningún concepto, y aseguraba que la Santa Cena no era más que una comida simbólica y recordatoria del sacrificio de Cristo.
Así, todos los esfuerzos de los príncipes para asegurar una unidad confesional entre los partidarios de la Reforma, fracasaron, pero los protestantes no dejaron de pelear por sus derechos, junta y separadamente.
En el año 1546 murió Lutero. Los últimos años de su vida habían sido de cuidados y amarguras, pero su muerte fue la de un cristiano que como Pablo, había peleado la buena pelea, había guardado la fe y esperaba el galardón que el Señor, el justo juez, le daría en aquel día.
En el mismo año la guerra que estaba latente entre protestantes y católicos estalló en una realidad desconsoladora. Los protestantes perdieron primero y el emperador dictó leyes provisionales que no gustaron ni a los unos ni a los otros; pero en 1552 los protestantes ganaron una campaña contra el emperador, lo cual le obligó a convocar al fin la dieta de Augsburgo en 1555, en la cual se hizo la paz por la famosa sentencia: «Cujus regio ejius religio», lo cual quería decir que cada príncipe en el imperio alemán tenía que escoger entre el catolicismo y el protestantismo y que sus súbditos tenían que adoptar la religión de sus respectivos príncipes. Mientras esto pasaba en Alemania, Calvino estaba sentando la base de la forma calvinista del protestantismo, en Ginebra, ciudad que sirvió como centro para la propaganda reformista en Europa. La rebelión contra Roma, comenzada en Inglaterra en el reinado de Enrique VIII vino a ser bajo Eduardo VI un movimiento abiertamente protestante en sus doctrinas y prácticas.
En cuanto a Francia, la propaganda de la Reforma se desarrollaba, a pesar de las persecuciones rigurosas de que era objeto. En Italia y en España, también habían aparecido unos destellos de la nueva luz, pero pronto fueron apagados por la Iglesia, antes de que alcanzaran grandes proporciones.
Así pues, Lutero tuvo la dicha de ver a más de media Europa conmovida por la Reforma de que él había sido tan importante y elocuente medio; y el éxito alcanzado para la restauración de la verdad evangélica se debe, después de Dios, a su valor, fe y perseverancia.

« Por ende también yo, siguiendo el hermosísimo ejemplo de los laicos teólogos, hago una muy larga, ancha y profunda distinción entre la iglesia [feligresía] romana y la curia romana...
... sepan que están muy equivocados al tildarme de enemigo de la iglesia romana. No soy su enemigo sino que le profeso el más puro amor, así como también a la iglesia cristiana entera. Además, sé muy bien que algún día habré de morir, y cuando venga nuestro Señor Jesucristo tendré que rendir cuentas acerca de la verdad, si la callé o la publiqué, y en general tendré que dar cuenta acerca del talento que se me confió, ¡y pobre de mi si me llegase a juzgar por haberlo escondido! (Mt. 25:26-30). Enfurézcase quien quiera, con tal de que yo no sea hallado culpable de haber guardado un impío silencio; pues soy plenamente consciente de ser un deudor de la palabra divina, por grande que sea mi indignidad. Nunca se ha podido discutir en serio el verbo divino sin ocasionar peligro y derramamiento de sangre. Pero así como el Verbo murió en bien nuestro, así exige que también nosotros muramos por él al confesarlo. El siervo no es mayor que su señor. "Si a mi me han perseguido" -dice Cristo- "también a vosotros os perseguirán. Si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra". (Jn. 15:20) »
Martín Lutero
(Comentario de la Carta a los Gàlatas - Introducción, año 1519)



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