El archivo Negro Vaticano: Brujería en el seno de la Iglesia

Popularmente, se tiene la imagen de que quienes practican la brujería provienen mayoritariamente de las clases populares. Pero la brujería es un fenómeno que trasciende las clases sociales. Personas de alta clase social la practicaban, no como medio para ganarse la vida, sino como un sistema personal de creencias, convencidas de que funcionaba. Entre esas clases altas, hubo muchos miembros de la Iglesia verdaderamente interesados en las artes mágicas y demoníacas. En plena Edad Media, encontramos personajes relevantes que fueron acusados de practicar la brujería. Algunos de ellos fueron incluso pontífices –hay varios ejemplos–, lo que parece una verdadera contradicción, siendo los príncipes de una institución como la Iglesia, que condenaba la magia. Uno de estos “papas magos” habría sido León I (440- 461), también llamado León el Grande, que luchó contra los herejes maniqueos y que fue acusado de practicar la magia negra. O San León III, que fue canonizado por el papa Clemente X en 1673. Fue elegido pontífice el 26 de diciembre de 795 y fue un impulsor del futuro emperador Carlomagno, rey de los francos. Se le atribuye la redacción del Enchiridión, libro basado en los misterios de la cábala, donde aparecen oraciones mágicas, conjuros y exorcismos. Bien conocido es también el caso del primer Papa francés, Gerberto de Aurillac –el “Papa del año 1000”, pues fue elegido en el año 999–, que pasó a la historia con el nombre de Silvestre II. Era un verdadero sabio, considerado como mago por sus buenos conocimientos matemáticos, entonces una ciencia sospechosa. Ciencia que había aprendido en Córdoba y Sevilla entre árabes, también sospechosos de practicar la magia. Durante su estancia en Córdoba, con apenas 23 años, se cuenta que el entonces joven monje estuvo rodeado de un círculo de sabios de su tiempo, como Lupito de Barcelona –conocido antes de su conversión como Mohamed Ibn Umail–, o el astrónomo judío Abdallah Mohammed Ben Lupi. De este pontífice se contaban cosas extraordinarias: por ejemplo, que cuando tenía 12 años unos monjes lo habían visto tallando una rama para hacerse un tubo con el que observar las estrellas, una especie de telescopio. Lo que sabemos a ciencia cierta es que fue el precursor del uso del sistema decimal, lo que facilitaría el cálculo matemático. Y también fue el responsable de otros inventos, como el llamado ábaco de Gerberto, que constaba de 27 compartimentos de metal, en el cual se depositaban nueve fichas con los números arábigos grabados. Aquel artilugio resultaba muy eficaz y permitía multiplicar y dividir rápidamente, a modo de rudimentaria calculadora. También se le atribuye, entre otras muchas cosas, la introducción del péndulo y la creación de un reloj con mecanismo de ruedas dentadas. Todo ello motivos suficientes para que la sociedad de su época, profundamente atrasada, le considerara un brujo que había pactado con el demonio. Su vida es una verdadera leyenda.
Hay más casos, algunos de ellos muy enrevesados porque muchas veces tales acusaciones se hacían por motivos políticos. Es lo que sucedió, por ejemplo, con el papa Bonifacio VIII (1294-1303). Enemistado con Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, el pontífice fue acusado de haber hecho un pacto con el demonio y se decía que en uno de sus anillos tenía guardado un diablo al que conjuraba regularmente. Además, se contaba que, siendo aún cardenal, había sacrificado un gallo en una ceremonia de magia negra celebrada de noche en un jardín y también se decía que en su lecho de muerte, en medio de una terrible tempestad en la que se vieron dragones que vomitaban fuego, reconoció su pacto diabólico. Algo parecido se contaría del polémico Benedicto XIII (1394-1417), al que se acusaba de tener una bolsa llena de demonios. De quien sí sabemos que usaba los servicios de un mago llamado Abramelin fue el papa Juan XXIII (1410-1415). Por último, los españoles, enemistados por aquellas fechas con el papa Sixto V (1585-1590), le acusaron de tener un pacto con Satanás. En todo caso, la presencia de la brujería, real o inventada, en el ámbito del papado podría explicar que muchos miembros de la Iglesia acabasen practicando la hechicería ya que, de algún modo, estos ejemplos podían justificar esa grave decisión personal. En el caso de Galicia, encontramos entre los procesos por brujería varios ejemplos: los casos de diez sacerdotes y frailes y dos monjas. Son cifras pequeñas, pero que al menos nos sirven para explicar este fenómeno que, como hemos visto, sería relativamente común en ese ambiente. MAGIA NEGRA, DEMONIOS Y BILOCACIONES El primer caso conocido es muy temprano y es el proceso de 1586 contra el clérigo Montes. Esta causa fue promovida por Gregorio Carnero, familiar del Santo Oficio residente en Puentedeume, que dijo en el tribunal que hacía un año que tenía noticia de que Montes “hacía cercos” y sacaba demonios y los invocaba, escribía nóminas y tenía libros de hechicería de donde las tomaba, según era público y notorio. Dichas nóminas, que aparecen citadas muchas veces en las fuentes, eran una especie de cédulas de papel con dibujos y a veces fórmulas en latín que la gente llevaba como escapularios colgados del pecho. Las personas les atribuían un especial poder mágico por haber sido bendecidas por las meigas y brujos. Aunque en muchos casos también recogían el contrato que hacían con el diablo aquellos que se ponían bajo su poder. Este sacerdote, con todo, tuvo la oportunidad de huir de su casa y logró evitar su captura. Más problemas tuvo en 1602 fray Juan de Vega, monje de la orden de san Francisco que vivía en el convento de Santiago. Al parecer poseía un «libro con el cual podía invocar a los demonios que así lo había hecho invocándolos y que le habían parecido muy pequeños… Que haría un poco de fuego con el cual pareciera que ardía toda una casa y que por aquella misma arte si quisiera ir por el aire de un lugar a otro». El fraile recibió una condena muy pequeña y, de hecho, tras negarlo todo solo fue apercibido de sus delitos y quedó recluido en su propio convento. Algo parecido ocurrió en 1606 con el proceso del benedictino fray Antonio de San Román, de quien se contaban cosas alucinantes. Se decía que se había aparecido en varias ciudades pese a estar recluido en una celda con un cepo puesto como penitencia. De este fenómeno de bilocación había varios testimonios de personas que juraron ante el tribunal haberlo visto lejos de su residencia en Santiago. Según los distintos testigos, se le había visto a la vez en Valladolid, Palencia y el monasterio de San Zoilo de Carrión. Con esta noticia, fray Antonio Cornejo, abad de San Benito el Real de Valladolid y general de la orden, pidió informes a fray Luis de San Bernardo, que acudió a los lugares citados para comprobar los hechos. Consecuencia de su rigurosa investigación es la declaración, entre otras, del alcalde mayor de Muriel, Juan de Gijón Ayala, el 13 de marzo de 1606, quien afirmó haberle visto en el soportal del monasterio de Santa Clara de Calabazanos. Por su parte, el licenciado Barrio Osorio, abogado y regidor de Palencia, dijo que le pareció verle el día 15 de marzo en la citada ciudad a la puerta de la catedral, y lo mismo dijo su mujer doña Francisca de Arce. Lo mismo afirmaría Juan Quintano, secretario del condestable de Castilla. Todas personas de máxima autoridad que no tenían ninguna doble intención al narrar estos hechos. Finalmente, el fraile fue absuelto y reducido a vigilancia en su convento.
ASESINO, PEDÓFILO Y EXORCISTA Más triste y verdaderamente atroz es la declaración en 1609 de Juan Francisco de Lande, sacerdote de misa natural de Sillans, en la Provenza (reino de Francia). Arrepentido de su vida personal, declaró voluntariamente en el tribunal y relató unos hechos terribles, verdadera prefiguración de lo que por desgracia ocurre hoy en día en el ámbito católico. Hijo de padres pobres, para sustentarse empezó trabajando de sacristán en la iglesia de su lugar, y más tarde sirviendo como cura por los lugares de su comarca. Tras esto le dio el obispo de Turon una vicaría, que dejó pasados cuatro años porque no se podía sustentar con ella, pasando a servir en Abouset, donde tenía consigo a un niño de ocho años llamado Claudio, al que había llevado consigo desde Pusilat. Por ser este muchacho rudo y no poderle enseñar la doctrina, le había dado la tentación de matarle. Para ello le dio de comer un poco de vidrio molido en una escudilla de caldo y el muchacho lo vomitó, por lo que no le hizo efecto. Muy enfadado, el sacerdote se llevó al niño a la villa de Lamar, donde con un cuchillo le causó muchas heridas en todo el cuerpo, hasta causarle la muerte. Pero lo peor fue que antes de que le matase, «había atenido con el dicho reo junto a la dicha mar parte y acceso contra natura aprovechándose del por detrás y que sin haber confesado este homicidio y pecado nefando se había ido a decir misa y la había dicho por más de un mes». Pasado este tiempo se fue a Roma, donde confesó sus pecados a un penitenciario de la Compañía de Jesús que le dio su penitencia sacramental y le ordenó que no dijese misa. Al cabo de algunos días, viendo el reo que no se podía sustentar, pidió al padre penitenciario que le diese licencia para decir misa, pero el jesuita no se la quiso conceder. Viendo que no obtenía medios para subsistir, el sacerdote pecador ofició dos misas al día durante seis u ocho meses en la ciudad de Roma. Y al cabo de ellos se fue a Francia, a Nápoles y a Venecia, donde estuvo doce días diciendo dos y tres misas diarias sin licencia. Cuando declaró sus crímenes al tribunal, el reo confesó que «cuando había vuelto de Roma a Francia, habiendo llegado una noche a una posada, le habían dado cama sobre un poco de paja y estando durmiendo había llegado a comer de la dicha paja un cuartago [un caballo o jaca mediana] y le había despertado y que él había cometido el pecado nefando con él». El sacerdote sumaba así el pecado de la zoofilia a sus crímenes, que incluían también la pedofilia y el asesinato. El reo siguió con su confesión: «Yendo de la dicha ciudad de Milán a San Claudio a romería había pasado por Ginebra y llevando necesidad y falta de dinero le habían hablado dos herejes preguntándole de dónde era. Y que él les había dicho que era sacerdote y que no tenía ningún beneficio de que poder comer. Y que ellos le habían dicho que si quería ser hereje a su profesión de ellos y acudir a sus prédicas que le darían lo que hubiese menester. Y el reo, por remediar su necesidad, le había dicho que seguiría sus herejías y ellos le habían dado tres ducados y un vestido, pero que él nunca había tenido ánimo de apartarse de la fe católica en su corazón, aunque a los dichos herejes les había dicho lo que tenía confesado. Y que había estado en Ginebra como seis días y que de allí se había ido al monasterio de San Claudio, donde se había confesado con un religioso y le había dado el santo sacramento y él le había recibido sin confesar sacramentalmente lo que le había pasado en Ginebra». Desde el monasterio de San Claudio había vuelto a Francia y finalmente llegó a España, donde llevaba ocho o nueve meses en el momento de su declaración. Primero recaló en la ciudad de Oviedo, donde el provisor de dicha ciudad, habiendo visto los títulos de las órdenes del reo, le había mandado al sacristán de la iglesia catedral de la ciudad, que le examinó de las ceremonias y le concedió licencia para poder decir misa en todo el obispado. Con esta licencia se fue al lugar de Caseríos, situado a una legua de Ribadeo, donde estuvo siete u ocho meses diciendo misa al gobernador del lugar, que le daba cada día un real y de comer. Allí, en Caseríos, había tres mujeres endemoniadas y el gobernador le pidió «que por el manual conjurase a las dichas mujeres». El cura llevó a cabo los exorcismos, ocurriendo algo que nos sirve para empezar a hablar de las posesiones diabólicas: «Una de ellas había dicho al reo que era mal clérigo y le había comenzado a escupir en la cara. Y que él había por tres días continuos dicho los exorcismos al demonio y estaba en la dicha endemoniada que le había dicho que era mal clérigo estando los dos a solas. Y que el dicho demonio que estaba en la dicha mujer le había dicho al reo que si le daba alguna cosa le haría que supiese muy bien tener los órganos y predicar y caminar mucho y que le daría dineros. Y que él le había respondido al dicho demonio que qué quería que le diese por lo que él ofrecía y que el dicho demonio le había dicho que le diese el primer bocado de pan que comiese. Y que él no se lo había querido dar hasta ver si cumplía algo de lo que prometía y que el reo le había dicho al dicho demonio que se llamaba Satanás. Según él mismo le había dicho que le pusiese en un lienzo de narices para meterle en la faltriquera y traerle consigo, el cual le había respondido que iría a la medianoche al canto del gallo a encontrarse en su faltriquera para hacer y cumplir lo que le había prometido. Y que el reo a la mañana en despertando había hallado en la faltriquera de sus gregüescos al demonio diciéndole ‘Satanás, has venido’ y que el demonio no le había respondido ni cumplido con lo que le había prometido y el reo había ido a decir misa aquel día. Y la mujer endemoniada había venido a oír la dicha misa y que después de acabada de decir la misa y ídose la gente el reo había hablado con el demonio, que estaba con el cuerpo de la dicha endemoniada que se había quedado en la iglesia. Y le dijo que había mentido y faltado con lo que había prometido como padre de mentiras, a lo cual el demonio no le había respondido nada. Y que viendo el reo que no le había respondido el dicho demonio le había dicho que le renunciaba y se apartaba de él, que él no podía cumplir nada, que todo era engaño lo que decía y que nunca había tratado más con el dicho demonio». Este sacerdote criminal acabó llegando a Santiago y, muy preocupado por su vida terrible, se presentó voluntariamente ante el Santo Oficio para confesar y pedir el remedio conveniente para su alma, porque estaba muy arrepentido de las ofensas que había hecho contra Dios. Cuando se le pide que aclare su experiencia con el diablo dice que «había oído decir a algunas personas que los demonios habían sido ángeles y que, aunque habían dejado de serlo, no habían perdido la ciencia y que había muchos predicadores que predicaban mucho porque tienen consigo espíritus malignos y que de presente no creía que el demonio le podía enseñar nada ni darle las cosas que le había prometido, porque le tenía por padre de mentiras». También declara, recordando de nuevo su pasado, que estando en Roma, «dos hombres seglares le habían llevado al reo tres o cuatro veces a buscar algún demonio por las cuevas y partes oscuras. Y que el reo había llevado una estola y un manual para conjurar y saber dónde estaba el demonio para que después le tomasen y cogiesen los que iban con él. Los cuales hombres le habían dicho que querían el dicho demonio para que les enseñase donde estaban los tesoros y otras cosas con que podían ser ricos. Y que el reo al principio no les había querido tener crédito a los dichos hombres y que por haberle persuadido tanto les había dado crédito. Y que entonces el reo había deseado hallar algún demonio que le enseñase algo para poder tener hacienda, entendiendo que se la podía dar como los dichos hombres le habían dicho, de todo lo cual le pesaba mucho y estaba muy desengañado».
Como vemos, se trataba de un personaje en verdad repugnante, aunque sus declaraciones nos son muy esclarecedoras sobre el fenómeno de la posesión demoniaca. Finalmente –y esto dice mucho de la hipocresía de la Inquisición cuando juzgaba a un miembro de la Iglesia–, el sacerdote recibió una condena menor, pese a haberse confesado como asesino y violador de un niño. Fue condenado a hacer ayuno los viernes y las dos pascuas de Flores y Espíritu Santo y que cada viernes rezase un rosario y que confesase sus culpas en el monasterio de San Francisco de Santiago. Agradecemos la colaboración de Diego Valor Bravo. (La profesión de las meigas)

Comentarios

  1. Cuanta verdad, cuanta locura.
    Desdoblamiento de la personalidad, Jesús dijo, están lejos de mí y con palabras me honra

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