Leyendas de Oriente: los crisantemos del Japón.



Un cielo rosa- azulado, chorreando vapores de agua, cubría el pequeño pueblito situado en un maravilloso valle, en el centro de Asia, donde habitaba la familia de los Sung.
El padre, de tez cobre canela; la madre, morena, con hermoso moño negro anudado a su nuca,
de menudos pechos ahumados, que gemían baladas redondas; y el hijo, de un año,
componían la feliz familia que las hojas de los cerezos y la nieve de las montañas cercanas soñaron contemplar.
Los días de fiesta, se ponían su traje más hermoso y salían al campo a pasear y admirar su belleza.
Uno de esos días la familia no salió. El pequeño Shu, estaba enfermo.
-Se habrá resfriado esta mañana – dijo el padre.
-Sí; dentro de unos días estará bien- sentenció la madre.
Pasaron los días y el pequeño no mejoraba. La madre, preocupada, viendo la palidez de la carita del niño, dijo:
-Escucha, esposo: he pensado que debemos llevar a nuestro hijo al sabio que vive en las afueras del pueblo.
Él conoce las hierbas que sanan y nos dará alguna para nuestro hijo.
-Dices bien, esposa. Mañana mismo le llevaremos.
Al día siguiente, apenas el alba se abría paso entre la noche, cuando los gallos cavaban buscando la aurora,
la pareja salió en busca del hombre sabio que recolectaba hierbas que curaban a los hombres.
Una vez delante del anciano, mirando éste al niño, escucharon las palabras negras:
- Lo siento; pero no tengo las hierbas que puedan curar a vuestro hijo.
-¡Por favor, te lo rogamos! ¡Dinos qué podemos hacer para que nuestro hijo viva! - suplicó la madre.

El sabio la miró y su pena le conmovió.
-Mira, mujer; vas a ir a lo más profundo del bosque y, en el lugar donde se encuentra el árbol más alto,
ahí hallaras una flor. ¡Tráela! Tantos pétalos como tenga; tantos días vivirá tu hijo. Sólo puedo decirte eso.
-¿Una flor?
-Sí.
La madre, con el rostro de amapola, salió en busca de la desconocida flor.
Con la soledad a cuestas y la sombra sobre sus ojos llegó al lugar del bosque donde se erguía el árbol más alto que jamás viera. Su copa se desvanecía entre hilachos de algodón.
Buscó alrededor de él, y sus ojos captaron una flor, cuya forma, color y perfume, eran la esencia de la belleza.
Cortó una y, horrorizada, vio que tan sólo la formaban cuatro pétalos.
-“¡Oh, no; mi hijo sólo vivirá cuatro días! ¡No; no lo puedo consentir!”
Y, arrodillándose, depositó la flor en el verde manto y, muy despacio, con sumo cuidado, fue rasgando cada pétalo en perfumados hilos de color. -“Mi hijo vivirá mucho más, ahora”
Regresó corriendo llena de esperanza a la casa del sabio. Le mostró la flor.
El anciano comenzó a contar los finos pétalos pero una alada brisa los amontonó y perdió el número de los contados.
-Tengo que empezar de nuevo- dijo para sí.



Fue separando, de nuevo, con exquisito cuidado los pedacitos de flor y, de pronto,
una inesperada lluvia impidió que siguiera contado.
-Creo que es imposible contar los innumerables pétalos de esta flor.
Esto indica que tu hijo vivirá incontables días.
Podeis marchar tranquilos; el niño llegará a contar largos años en su vida.
Así fue, el niño sanó, y vivió largos años.
Los padres, agradecidos y felices, quisieron ir de nuevo, en el otoño, hasta el lugar donde crecía la flor.
La sombra del majestuoso Sándalo protegía a las especies vegetales que anidaban a sus pies de la dureza del sol.
La pareja vio, con admiración, que las flores que allí se mostraban, tenían incontables pétalos; tantos, como los que la madre había dividido a los de la primera flor.
Decidieron darle un nombre en honor a su virtud de dar larga vida a los hombres, y la llamaron Crisantemo. Es la flor nacional de Japón

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