Culturas postmodernas: Una taberna donde los tragos los sirve el diablo



Saint Vitus Bar

En el confín más hipster de Brooklyn, un bar dedicado al metal extremo se distingue del resto.

Entre los siglos XV y XVII se le dio el nombre de “baile de San Vito” (Saint Vitus Dance) a las consecuencias, generalmente funestas, de las intoxicaciones masivas con el cornezuelo de centeno, un hongo parásito del centeno y otros cereales. Además de alucinaciones tremebundas, este antecedente natural del LSD generaba envenenamientos capaces de terminar con poblaciones enteras y dejar horrendas imágenes de camposantos post-medievales.

Apliquemos fast forward hacia el siglo XX. Un cuarto de hora antes de formar Black Sabbath e inventar el heavy metal, cuatro muchachos de Birmingham se preguntaron cómo era que la gente iba al cine a ver películas de terror “y pagaba para tener miedo”. Manos a la obra: con hambre, talento y un propósito terminaron generando esos climas lentos, densos, pesados, cannábicos, que harían escuela. Una de sus canciones, incluida en el disco Volumen IV, se tituló Saint Vitus Dance y, una década más tarde, terminaría bautizando a una oscura e influyente banda norteamericana, que le quitaría la parte del “dance” pero se quedaría con la sed de mal: Saint Vitus.

Hasta acá, pura lógica de una música desclasada y marginal, que incluso se suele bautizar como Doom Metal, sinónimo de metal condenado o maldito. ¿Y qué tiene que ver ese sonido, esa subcultura masiva, con uno de los barrios más hipster del planeta? Nada y todo. En abril de 2011, tres fans del metal (Arty Shepherd, Justin Scurti y George Souleidis) compraron una escuela de plomería en el vecindario de Greenpoint (Brooklyn, NY), pegado al ultra-hipster Williamsburg, y decidieron montar un bar conforme a sus gustos. Para la remodelación (los muchachos contaban con algún billete) llamaron a Matthew Maddy, uno de los cracks de la urbanización del barrio Tribeca en los ‘90, para que ambientara la locación.

Así las cosas, para llegar al Saint Vitus Bar, si es día de show, hay que tener la precaución de haber adquirido previamente un ticket. Más si las estrellas de la noche son los Wolves in Throne Room, una reputada banda de black metal yanqui. La zona, después de las 6 PM, cuando el bar se empieza a desperezar, ya tiene al sol desplazado y la mayoría de sus galpones y lofts en un silencio casi mórbido. La fachada tampoco es demasiado llamativa: cemento pintado de negro y poco indicio de lo que ahí adentro se cocina y curte. El ticket espera en puerta: 30 dólares que primero habilitarán a una previa alucinante. El bar, dominado por una barra plena de merchandising, discos, botellas, fetiches y personajes dignos del bar de Mos Eisley (Star Wars), asemeja un purgatorio: un confesionario etílico antes de pasar a la trastienda donde se realizan los shows, a la que se accede por puertas de doble hoja, tipo saloon del far west.

En la madera de la barra, un barman con remera de Sodom quiere organizar mi pedido. En volumen al que debería escucharse la música ambient según Brian Eno suena un playlist demencial, mientras la pronunciación me delata como forastero. “¿Argentina? Man, este trago es para vos, la especialidad de la casa. Se llama El Papa (Pope), pero es como si lo hubiera preparado el diablo”. Entonces, por 9 dólares sale el brebaje que incluye una lata alta de cerveza Coors + un shot del famoso whisky irlandés (triple destilado) Tullamore Dew + un pepino intoxicado en salmuera. Una exhibición de cruces invertidas es lo que diviso por encima de mis hombros después de tres sorbos. En los espejos, todos los parroquianos tienen sombra, según cuento, aunque no puedo asegurar nada. Me dicen que los martes hay sesiones de Metal Yoga, una disciplina que ha conseguido que algunas vecinas de la zona rompan sus pruritos sobre el bar. Más que el de una taberna bulliciosa, el clima es como el de una reunión de cuaqueros vestidos de negro, que mutarán de modales cuando unas campanadas indiquen que el show está por comenzar. Los Wolves cantan un tema donde dicen desear que sus huesos descansen en una tumba de rocas y raíces. El show está sold out, aunque no se reporten más de 200 personas. Las paredes sudan frío, entre lo marcial de las proclamas y la electricidad seca. En el bar, de regreso, borran del menú a Pope. El trago de salida es Priest: Sacerdote. “Es una degradación de la jerarquía ecleciástica: nos gusta eso”, confesará el barman.


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