Brujería: Simpatía por el Diablo.

 

La posesión se presenta en el Pirineo aragonés comoun fenómeno frecuente desde el siglo XI hasta comienzos del XX. Se estudian las tres epidemias deposesión colectiva surgidas en los siglos XV y XVII y los condicionantes socioculturales que las propiciaron. Los síntomas descritos constituyen una metáfora de las cosmovisiones subyacentes.

En la década de 1630, en un valle aragonés estalló una epidemia de posesiones diabólicas. La Inquisición intervino contra los brujos que supuestamente la provocaron.

En el proceso contra las brujas navarras celebrado en Logroño en 1610 se las acusó de celebrar akelarres en un prado junto al pueblo, cerca de unas grutas.

 La primera mitad del siglo XVII fue en toda Europa la gran era de la caza de brujas. Prácticamente ningún país escapó a esta obsesión, a la que se sacrificaron miles de víctimas condenadas a la hoguera. Tampoco España. El episodio más conocido tuvo lugar en un pueblo de los Pirineos navarros, Zugarramurdi, que terminó con el procesamiento en 1610, por parte de la Inquisición, de 53 personas, once de las cuales fueron ejecutadas.

Pero no fue el único. Entre 1637 y 1643 se desarrolló en varios pueblos del valle de Tena, en los Pirineos de Huesca, otro caso que tuvo mucho eco. Alarmado, un escritor madrileño aseguró que se habían encontrado 1.600 endemoniadas, cifra sin duda exagerada que otro testimonio rebaja a 250, aunque en la documentación figuran sólo 62 implicados en el proceso inquisitorial. Según el máximo estudioso de este episodio, Ángel Gari, ésta fue «una de las más importantes epidemias de posesión demoníaca de Europa». Aunque finalmente ningún brujo o bruja del valle de Tena fue condenado a morir en la hoguera, el episodio muestra muy bien cómo en el siglo XVII la creencia en los demonios podría crear una espiral de histeria colectiva y de caza del brujo culpable.

Conocemos muchos detalles del episodio gracias al libro Patrocinio de ángeles y combate de demonios, escrito por fray Francisco Blasco de Lanuza, que era rector de uno de esos pueblos en el momento en que estalló el caso. Según Blasco y otro sacerdote de la zona, Matías Ximénez, desde 1637 las gentes de Tramacastilla, Sandiniés, Sallent de Gállego y otros pueblos de la comarca fueron presa de un extraño mal. Más exactamente, los afectados eran principalmente mujeres jóvenes aún solteras, que andaban como trastornadas y atemorizadas, gritando como si se ahogaran y sin poder tranquilizarse. Se mostraban incapaces de rezar, tenían hormigueos en la piel, se quedaban con zonas del cuerpo insensibles o veían de color negro la hostia consagrada y no podían fijar en ella la mirada. La mayoría ponía excusas para no confesarse (algo totalmente prohibido) y caían desmayadas cuando el sacerdote les daba la absolución.

El contagio demoníaco

Blasco de Lanuza y Matías Ximénez creyeron enseguida que detrás de aquello andaba el demonio. En su libro, Blasco se refirió al episodio como una «fiera invasión de Satanás, uno de los sucesos más raros en materia de energúmenos que vio el mundo, así por el número de ellos como por los terrores y efecto del demonio, que se ha experimentado». Además, como los pueblos estaban a apenas dos leguas de la frontera, cabía sospechar que los demonios habían penetrado desde Francia, donde en los años anteriores habían estallado varios casos de brujería y posesiones.

 

Tras consultar con el obispo de Huesca, los sacerdotes decidieron lanzar la batalla para expulsar a los demonios. Organizaron procesiones y ayunos y celebraron ceremonias colectivas de exorcismos en las iglesias, para expulsar a los demonios de los cuerpos de las «espiritadas», como se denominaba a las posesas. Estas sesiones duraban varias horas, a veces de la mañana a la noche. Sugestionadas por los sacerdotes, las jóvenes mostraron enseguida señales de la posesión. Los religiosos contaron que en la oreja de una de las posesas apareció una horrible imagen negra que representaba al diablo. Aseguraban también que les salían objetos a través de la piel, que eran capaces doblar objetos con una fuerza que varios hombres no podían reunir y que a las palabras en latín del cura contestaban perfectamente en romance. Las mujeres veían apariciones en cualquier lugar. Lanuza cuenta el caso de una joven que estaba cosiendo y que creyó ver un demonio que entraba en su aposento disfrazado de sacerdote, con los ojos que le centelleaban como rayos, al que consiguió expulsar haciendo la señal de la Cruz y arrojándole una jarra.

Para ayudar a los dos sacerdotes, llegó a la zona un fraile enviado por la Inquisición aragonesa, fray Luis de la Concepción. En un libro publicado varios años después, este famoso profesor, teólogo y exorcista explicó su actuación en Tramacastilla en términos que parecen surrealistas. Según aseguraba, lo primero que hizo, con la iglesia abarrotada de gente, fue practicar un exorcismo espectacular. Puso su estola sobre el cuello de una mujer poseída por el maligno y mandó al párroco que diera la orden de que se manifestaran todos los demonios que se escondían en aquellos feligreses. Fue terminar de decirlo y «más de doscientas mujeres, las más doncellas, fueron levantadas en el aire, que casi tocaban la bóveda de la iglesia, girando por el aire, y con tanta decencia asentadas, como cuando lo estaban antes de dicho precepto y maldición», a lo que siguió una barahúnda de gritos y palmadas.

No fue eso todo. «Estando una mañana –seguía explicando fray Luis– oyendo seis confesores conmigo la confesión a seis señoras atormentadas por los enemigos, a un mismo tiempo, en presencia de muchas y graves personas, las arrebataron [los demonios] de los pies de los confesores y, sacándolas por la puerta de la iglesia en el aire [y transportándolas] por él, en brevísimo espacio las llevaron como cosa de media legua, y de las puntas de los pies las colgaron de los más eminentes riscos y peñas de aquellos montes Pirineos. La situación y modo de estar de dichas criaturas, colgadas en la forma dicha, no quita la decencia que a su honestidad debía, pues estaban como si sus pies fueran cabezas y las cabezas pies».


 

Todos estos hechos, desde luego, son producto de la imaginación del autor, pues no constan en ninguna otra fuente del caso. Cabe explicarlos como un intento de resaltar su propio papel en toda la peripecia, pero también muestra hasta qué punto los religiosos creían a pie juntillas en los poderes del demonio.

Pese a las procesiones y los exorcismos, los casos de posesiones no amainaban, por lo que los sacerdotes Ximénez y Blasco informaron al rey y solicitaron la intervención de la Inquisición. A primeros de julio de 1640 llegó al valle de Tena Bartolomé Guijarro, inquisidor general de Aragón, a fin de dirigir personalmente la investigación. Pero dos meses y medio más tarde el inquisidor falleció repentinamente por causas desconocidas, lo que de inmediato se interpretó como una obra más del demonio. Prueba de ello fue que al fallecido le habían robado un par de escarpines, calcetas, calzoncillos y una camisa, con los que sin duda un brujo había elaborado un maleficio contra él.

A la caza del brujo

El brujo, en efecto, era el personaje que faltaba para completar la extraña tragicomedia que se estaba desarrollando en el remoto valle aragonés. En la mentalidad de la época, la intervención del demonio era propiciada por personas con poderes sobrenaturales, que suscribían con Satanás un pacto maléfico. En un caso como el del valle de Tena, las sospechas eran generalizadas. Por ejemplo, los lugareños, para defenderse por sí mismos del demonio, recurrían a amuletos protectores, como muñecos en forma de gatos, ratones, sabandijas y conjuros escritos en papelillos, pero esos objetos, al ser descubiertos, eran interpretados por los sacerdotes como una prueba palpable de que existía brujería oculta y pactos satánicos.

En cualquier caso, las posesas no habían tardado en revelar el causante de su mal, el agente del demonio que las había embrujado mediante sus maleficios. En el curso de los exorcismos colectivos, cuando a algunas mujeres en trance se les preguntaba por el nombre de su diabólico señor, no nombraban a un espíritu maligno, sino a un tal Pedro de Arruebo. Éste era un rico propietario del valle, de carácter violento, aún joven y que era conocido por acosar a todas las mujeres de la zona, que para él se había convertido en una especie de gran coto de caza.

Unos años antes, en 1634, Arruebo ya había sido acusado de brujería, pero salió indemne y no enmendó su comportamiento. Al contrario, aprovechando su fama de brujo hacía creer a las mujeres que si se resistían a sus deseos las endemoniaría con sus poderes extraordinarios o rompería sus relaciones sentimentales. Por ejemplo, se contaba que en junio de 1637 dio un pellizco en el brazo a una mujer y la dejó tan sugestionada que se le manifestó un gran dolor en sus partes íntimas, anticipo de otros síntomas inequívocos de estar espiritada. En noviembre de ese mismo año, cuando se encontró con otra mujer en un puente, la agarró por un brazo con malos ánimos, pero ella pidió ayuda y la soltó. Obsesionada por aquel contacto, la mujer no dejó de temblar, luego perdió el oído y a los tres días cayó también espiritada.

 

Para las gentes del valle, no había duda de que Arruebo era un brujo con poderes diabólicos. Le acusaron de tener poder para causar enfermedades y muertes y de conocer las malas artes gracias a la posesión de libros prohibidos. Tener cierta cultura –Arruebo sabía leer y escribir– y mantener contactos con Francia –el joven hablaba bien el francés– era motivo de sospecha. La gente decía que «había comprado a un francés (como él lo ha confesado diferentes veces y a muchas personas) dos demonios familiares, de tres que dicho francés tenía, y le había dado por ellos tres cayzes de centeno en tiempo que valía muy caro, los cuales traía en un canuto siempre consigo». Durante los exorcismos muchas espiritadas insistían en que mientras Pedro de Arruebo viviera no habría paz, y que los demonios no saldrán de sus cuerpos hasta que él y sus secuaces desaparezcan para siempre.

Arruebo iba siempre con dos amigos, a los que también se acusó de brujería: el sastre Miguel Guillén y un cirujano bearnés, Juan de Larrat. Guillén, con fama de mujeriego, jugador y bebedor, fue acusado de «hechicero, mago, encantador y maléfico». Un testimonio recordó que cierto día que Guillén iba con Pedro de Arruebo se le ocurrió pellizcar a Mariana de Lope, hija del notario, diciendo: «¡Qué buena ropa es ésta!» La muchacha quedó tan impresionada por la mala reputación que tenían los dos que empezó a sufrir terribles dolores en el brazo, en la cabeza y en el estómago. En cuanto a Larrat, tenía fama de aprovecharse de las enfermas jóvenes utilizando para ello bebedizos y ungüentos diabólicos.


 

Arruebo fue detenido en 1638, pero pidió misericordia y penitencia y se le permitió regresar a su casa de Pardina de la Artosa, no sin pagar antes las costas del proceso. Sin embargo, como las posesiones no amainaron se consideró que seguía actuando como brujo; de hecho, fue a él a quien se culpó de la muerte del inquisidor Guijarro en 1640. Por ello, el sucesor de éste, Alejandro de Lezaeta, reanudó el proceso contra Arruebo y sus cómplices. Convocó a Zaragoza a una cincuentena de las posesas, que durante cuatro meses dieron cuenta detallada de lo sucedido. Arruebo fue nuevamente detenido, acusado ser «brujo, mago, hechicero, encantador de muchos años a esta parte y que tenía familiares con los cuales hacía innumerables y gravísimos daños y maleficio en las personas y haciendas de los habitantes de dicho valle, y, particularmente, que tenía pacto implícito con el demonio».

El reo se defendió con mucha serenidad al ser interrogado, sin caer en contradicciones. En todo momento negó ser un brujo; sólo admitió que se aprovechaba de las mujeres para gozar de ellas. Soportó asimismo con entereza la tortura que se aplicaba a los reos recalcitrantes. Fue acusado incluso de cometer bestialismo, acto que finalmente admitió haber realizado con una becerra pequeña a la edad de doce años. Finalmente en 1642 fue condenado a un total de diez años de servicio en las galeras del rey: cinco por el delito de bestialismo y los otros cinco «por la causa de la fe». Sin embargo, no consta en ningún documento que hubiera cumplido la condena, y únicamente Blasco Lanuza afirma que murió en la cárcel. En cuanto a Miguel Guillén, fue condenado a destierro a más de cinco leguas del valle de Tena durante cuatro años, pero murió en el hospital por una afección cardíaca sin que se aplicara la sentencia. Larrat, en cambio, salió absuelto.

El ambiente de la época

Lo ocurrido en el valle de Tena es un ejemplo característicos lo que los historiadores denominan «demonomanía», la obsesiva creencia en que los demonios tenían una existencia real y amenazaban la vida de los hombres. Para entender este fenómeno aparentemente irracional, hay que tener presente el papel que tenía la Iglesia en la sociedad de los siglos XVI y XVII, a la vez de control de las conciencias y de defensa frente a supuestos peligros contra la comunidad. Los sacerdotes escudriñaban a los feligreses mediante la confesión y a la vez defendían a la comunidad de bautizados frente a los herejes y también al demonio.

Por ello, episodios de infección diabólica como el del valle del Tena eran en buena parte obra de algunos sacerdotes inspirados, que en sus parroquias exponían sermones sobrecogedores y dedicaban arengas incendiarias a personas analfabetas, conminándolas a cerrar filas contra Satanás y contra las brujas. Lo que no significa que la población no supiera aprovechar las circunstancias en su favor, como como prueba el que en los pueblos navarros de 1637 las acusaciones de brujería se dirigieran precisamente contra el personaje más odiado de la comarca, hasta deshacerse de él para siempre.

Agradecemos la colaboración del National Geographic.

 

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