Napoleón criollo, vampiro, héroe? Juan Manuel de Rosas: imágenes de una leyenda que marcó el arte local



Alrededor de 1840, el rojo punzó ocupa cada rincón porteño. Se impone en zócalos, ventanas, en el frente de las casas de partidarios federales. El prolífico perfil de Juan Manuel de Rosas es retratado por los primeros pintores locales y viajeros que se detienen en Buenos Aires. Su cara se estampa en estandartes religiosos, litografías, peinetas de dama, jarrones o guantes. En paralelo a esa iconografía triunfal, circulan leyendas sobre las misteriosas salidas nocturnas de Rosas que lo pintan como un vampiro. Las publicaciones clandestinas de la oposición incluyen dibujos en los que Rosas es retratado como un antropófago, un aliado del infierno al que acompaña una galería de monstruos que beben sangre. La imagen, como quizá nunca antes en la historia argentina, es la protagonista de la vida pública.
En estas semanas, la aparición de Sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas (Marea editorial), un libro del historiador Gabo Ferro, junto a una muestra sobre el arte de la época de los bloqueos al Río de la Plata que se ve hasta el 5 de octubre en el Pabellón de las Artes de la Universidad Católica (Alicia Moreau de Justo al 1300), visitan las imágenes de los años del régimen rosista. "Es el momento en que surge un género costumbrista de tipos rurales y urbanos. Están las representaciones de Rosas derivadas de la restauración monárquica europea, influye la iconografía napoleónica. Es una etapa de mucha mescolanza de tradiciones, aún no hay una normativa académica que regule la representación", explica el crítico de arte Roberto Amigo.
A diferencia de ciudades como Cuzco o Lima, Buenos Aires no tuvo una "escuela" de pintura colonial. La primera exposición importante es la de la colección del comerciante austríaco Mauroner, en 1829. Por esos años, en la flamante cátedra de dibujo de la Universidad de Buenos Aires se forman dos de los primeros artistas argentinos: Carlos Morel y Fernando García del Molino, que serán los principales retratistas del rosismo. Luego pasarán por la ciudad viajeros como Johann Moritz Rugendas o Raymond Monvoisin, que alternarán el retrato con las escenas costumbristas urbanas y gauchescas. El arte de caballete apenas dejará registro de sangre, de violencia, de las tensiones políticas, más allá de esa omnipresencia de Rosas y los suyos. "No hay una gran tradición pictórica fuera del retrato, lo que se da es una gran presencia de la imagen pública. Esto tiene que ver con el uso que se le daba a la pintura al óleo en la época. Se usaba para glorificar, recordar o enaltecer la memoria de alguien. No hubo pintores que hicieran pintura politica. O sea, pintores que concibieran la pintura como instrumento de persuasión", explica la crítica de arte Laura Malosetti Costa. Sin embargo, en el lado B de la cultura de la época (los dibujos y folletines de prensa) ya se anuncian otras claves estéticas, desde las que se evocará el período federal en buena parte del arte argentino de los 150 años siguientes. Desde los brutales Degolladores (1926) de Bernaldo de Quirós, al caos abstracto de la Serie federal (1961) de Luis Felipe Noé, hasta obras teatrales como La malasangre que estrena Griselda Gambaro en 1982 el rosismo funcionará como sinónimo de violencia, autoritarismo y barbarie. Paradójicamente, también será la imagen del nacionalismo popular, cuando los Montoneros tomen la lanza federal para su escudo. Y también cuando, en 1972, el cineasta Manuel Antín construya una filme biográfico de Rosas, donde la figura del Restaurador evoca la inminente vuelta del proscripto Juan Perón.
Esa tradición de estéticas viscerales y polémicas ya se ve en periódicos opositores como "El Grito Argentino" o "¡Muera Rosas!". Allí donde se introducen las imágenes de un bestiario rosista como herramienta de oposición al régimen: oficiales federales animalizados, imágenes de Rosas parado encima de una pila de cadáveres y otras donde exprime sangre humana son la parapintura de la época. "Con Rosas ingresa lo para con una fuerza más importante que lo oficial. La parapolicía, la paramilicia", explica Gabo Ferro, autor del libro que reconstruye el imaginario de la sangre y lo monstruoso entre los partidarios y opositores a Rosas. "Es neurótico lo que Rosas ya entonces genera. Los románticos se fascinan con esa cosa de señor medieval que maneja el facón mejor que nadie, que se desprendió de su familia por amor a una mujer. Rosas era rubio, estaba en contacto con la muerte, era la figura sublime dentro del universo romántico: aquello que a la vez es bello y aterra. Lo convierten en un enemigo fascinante, por eso sus opositores serán tan prolíficos".
Así, en plena batalla de iconografías, Rosas ya se convertía en vida en la imagen que otros representan de Rosas: a veces un vampiro pampeano, otras un heroico Napoléon criollo de banda rojo punzó. Las variaciones y refutaciones de esta iconografía ocuparán, también, buena parte de la historia del arte argentino del siglo XX. Pero claro, para entonces ya no sólo se estará hablando de Rosas.


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